Gema Falsa En El Desierto
I.
Mi viaje transcurrió como lo preví, mi camello fue
alimentado con vastedad y había bebido suficiente agua del río. Por mi parte,
llevaba conmigo pan, carne conservada en sal, algunos vegetales y bastante agua
para sobrevivir en el desierto infinito que es el Sahara.
Mi
incursión comenzó al norte del desierto, donde convencí a un puñado de hombres
de ser un comerciante de muy bellas joyas que, en realidad, se trataban de
cristales hechos con simple arena desértica. Ellos creyeron mis engaños y me
dieron un aguantador camello y todos los víveres que necesitaba. Sin embargo,
el propósito de mi viaje y lo que me había llevado a cometer estos actos de vil
estafador, fue poder vislumbrar con mis propios ojos el creciente y esplendoroso
imperio egipcio.
Hace
varias lunas, se rumoraba entre viajeros y comerciantes, el gran número de
obreros que poseía el gobernante de Egipto y como con ellos había realizado
edificaciones inimaginables. En aquel tiempo, los rumores que llegaron a mí
fueron acerca de construcciones inmensas, incluso más altas que los árboles.
Aunque su propósito me era desconocido, me digne a descubrirlo por cuenta
propia.
Mi
verdadera historia comienza en Uruk, mi ciudad natal, donde me dedicaba a
pulir, cortar y darle forma a las gemas preciosas que traían desde fuera. Era
ayudante de un viejo muy sabio que me enseño un truco que solo él sabía. El cual
consistía en recoger todo el polvo y los pedazos de diamante que resultaban de
su tratamiento para después calentarlos por mucho tiempo hasta que estos se
unieran y formaran nuevas joyas. Así lograba conseguir más riqueza que las de
otros joyeros. Fue después de varios años, durante un arduo día de trabajo, que
los pedazos de gemas collerón al suelo por un descuido mío, y al recogerlos, se
mesclaron con la arena. Por pereza los puse sobre la olla de piedra. Mi
sorpresa fue enorme al darme cuenta que la arena se terminó fundiendo con los
diamantes tornándose translucida como estos. Descubrí que, si calentaba la
arena por mucho tiempo, esta se convertía en una especie de gema y con esta
nueva habilidad fue que logré crear joyas falsas; algo que nadie había logrado
antes. Así fue que salí de Uruk, con una bolsa repleta de gemas falsas y
dispuesto a cumplir mi más grande deseo.
Desde
hace incontables ayeres me dediqué a viajar por el mundo. Me di cuenta de mi
fascinación innata por la naturaleza; las grandes montañas, los tranquilos
lagos y los temibles volcanes. Conocí fieras de otros mundos, a los que solo
podía llegarse a través de mar. Sobre todo, mi admiración por las grandes
proezas de los hombres, los antiguos templos que crearon por sus dioses y las
herramientas que usaron para edificarlos. Decidí entonces que mi propósito sería
ver todas las maravillas hechas por los pueblos y, mientras pudiera seguir vendiendo
aquellas gemas de arena, sería un viajero descubridor de grandes hazañas.
Era mi
tercer día en el desierto y sabía que estaba cerca. Mi bolsa de suvenires se
vaciaba rápidamente, por lo que tuve que racionar aún más la comida. En mis
otros viajes, cuando iba junto con caravanas, había aprendido a racionar el
alimento, pues era muy común encontrarse con ladrones en el camino y muchas
veces era imposible defenderse. A veces robaban incluso la comida, sobre todo
cuando eran caravanas pequeñas y entonces teníamos que compartir el alimento en
pequeñas dosis. No había escuchado de ladrones en el Sahara, pero siempre llevaba
una daga afilada para protegerme.
La
quinta noche pude divisar algunas luces de viviendas egipcias. Mi corazón se
llenó de emoción e intente buscar las dichosas construcciones con la mirada,
pero la oscuridad no me permitía ver nada. Para mi agravio, dos sujetos
vestidos con prendas negras se hicieron notar en la distancia. Uno de ellos
comenzó a realizar señas con los brazos, para que yo lo observara. Rápidamente
coloqué mi mano dentro de mis ropajes, preparando mi daga para defenderme
mientras ellos se acercaban caminando. Cuando llegaron pude apreciar que uno no
paraba de mirar mi bolsa, por lo que supuse lo peor. Preguntó sobre mi
procedencia mientras el otro se colocaba sutilmente detrás de mi camello.
Respondí que venía del norte y me dirigía hacia Egipto. El otro tipo me dijo de
inmediato que eran egipcios y que con gusto me llevarían a su entrada, pero
primero tenían que asegurarse de que no llevara armas conmigo. Al negarme, el
sujeto insistió y acerco su mano a mi bolsa. Aparté con rapidez mis cosas, lo
que provocó que una de mis gemas cayera por un costado, quedando incrustada en
la arena.
‒ ¿Qué es esto? ‒ preguntó el otro. De pronto, sus ojos se
iluminaron por el hallazgo y lo anunció a su compañero.
En
cuanto dedujeron el posible valor de lo que tenía en mis manos, no titubearon
en asaltarme. Uno tomó mi túnica y me tiró violentamente de mi animal. Rápido
ataje contra su pecho mi daga, causándole una gran herida. Lamentablemente, su
acompañante sujetó mis brazos con fuerza y trato de quitármela. El otro ladrón,
sangrando del pecho, se apresuró hacia mí y comenzó a golpearme el rostro de
manera brutal. Después de haberme golpeado casi hasta la muerte, los ladrones
me despojaron de mis víveres, mi camello, mis joyas falsas y mis ropajes. Lo
único que quedo aquella noche fue mi cuerpo desnudo y una gema falsa que el
viento enterró para siempre en el desierto. Esa noche se convirtió en mi
castigo divino por haber fundado mi vida sobre la mentira y el fraude. También en
el final de mi aventura como viajero.
Desperté
adolorido, con el sol cegador de la mañana, cubierto por el polvo y comencé a
llorar. La arena, sobre la que había sido abatido, comenzaba a calentarse, por
lo que decidí arrastrarme hacia Egipto con mis pocas fuerzas. Transcurridos los
minutos, llegué a un lugar donde había tiendas levantadas y me acogí en la
sombra que una causaba. Un grupo de hombres, armados con lanzas paso por donde
estaba. Se aproximaron a mí y me levantaron tomándome de los brazos. Hablaban
un idioma que desconocía, pero parecían estar molestos por encontrarme. Uno
gritó algo a otro en su extraño idioma, señalándome con la mirada, a lo que
comenzaron a picar mi espalda con la punta de sus lanzas para hacerme caminar.
En mis breves momentos de moderada lucidez, deduje que había sido confundido con
un esclavo, pues mis rasgos corpóreos eran similares a los de los israelitas
que comerciaban. Entonces me llevaron, con el inclemente sol sobre mi espalda,
hacia un área habitada por pocos residentes, con casas hechas de piedra y loza.
Me acercaron a un lugar separado de cualquier vivienda, donde destacaba un
pedazo de tronco, de madera seca y agrietada. A un costado de la enorme estaca,
me tiraron al suelo y, después de conseguir una cuerda, me amarraron fuertemente
de ambos brazos al tronco. Sentí mis brazos astillarse y sangrar. Comenzaron a
azotarme con un látigo de cuero que yo sentía como una espada. Suplicaba a
gritos que pararan, pero me ignoraban. Así, entre lágrimas y chillidos, pedí a
los dioses que tuvieran piedad de mi ser y me libraran de este martirio, pero
mi desdicha aún seguiría. Cuando decidieron terminar había quedado afónico e
incapaz de moverme, mi cuerpo estaba cubierto por mi propia sangre. Mis ojos no
parpadeaban y estaban tan enrojecidos que parecía fueran a deshacerse. En mi
mente solo cruzaba el deseo de morir para acabar con el ardor que sentía en
todo mi cuerpo. Me echaron junto a otros esclavos, a los cuales tampoco
entendía. Sin embargo, fueron gentiles conmigo y, llegada la noche, me
cobijaron con telas gastadas que usaban para cubrirse del frío. Me quede con
ellos, en un tipo de asentamiento de tiendas amarillentas y ensuciadas por la arena.
Dormí con el inmenso dolor y el miedo de no saber lo que me esperaría el día
siguiente.
Al
amanecer intenté comunicarme con aquellos hombres armados, pero caí en la
cuenta de que, aunque lo lograse, no hallaría manera de convencerlos. Ni
siquiera tenía donde ir y mucho menos podía regresar a donde hubiera estado
antes. No tenía un solo amigo ni alguien que confiara en mí. Toda mi vida,
desde que salí de Uruk, había sido una farsa y nadie auxiliaría las palabras de
un vil estafador.
Ese
mismo día, en condición de esclavo, me llevaron a un lugar cerca del río Nilo.
Me mandaron, junto a otros esclavos, a cargar grandes trineos de madera muy
gruesos y rectangulares que acababan de ser armados por carpinteros. Fueron más
de treinta las pesadas tablas que tuvimos que acarrear hacia la orilla del río,
tan solo entre tres hombres.
Entrada
la tarde, un soldado se acercó a mí para preguntarme algo en su extraño idioma.
Al no recibir respuesta, comenzó a gritarme. Yo intente responder en mi propia
lengua, pero solo lo irritaba más. Me tomó del brazo con fuerza y me llevó
hacia un grupo de esclavos que descansaban a la sombra de un trineo parado
verticalmente para cubrirse de la luz del sol. Comenzó a dialogar con uno de
ellos, después hizo una seña con su mano, señalando su propia boca y luego me
señalo a mí, a lo que intuí que quería que hablara.
‒ ¿Alguien puede entenderme? ‒ Pregunté.
De
inmediato, aquel esclavo con quien había conversado el soldado, se acercó a mí
y me dijo:
‒ Yo puedo.
El
soldado se dirigió a nosotros y comenzamos a hablar a través de las
traducciones del sirviente.
‒ ¿Quién es tu amo? ‒ preguntó el guardia.
‒ No tengo amo. ‒ Respondí. ‒ Soy un hombre libre, proveniente de Uruk y estoy
aquí por error.
Incrédulo,
el guardia replicó:
‒ Te encontramos en zona de esclavos, con vestimenta
semejante y heridas. Además, no tenías pertenencias, ni alimentos, ni
transporte y no creo que vengas desde tan lejos sin un camello.
‒ Me han quitado mi camello y mis provisiones.
‒ ¡Mentiras! ‒ Dijo el guardia severamente. ‒ Hoy, por la noche, preguntaremos a todo buen
hombre de Egipto si es tu dueño legítimo.
Después
de eso, el soldado se retiró dejándome con los esclavos que descansaban.
‒ Así que eres de Uruk. ¿cierto? ‒ preguntó el hombre que había traducido.
‒ Si, lo juro. ‒ Respondí con preocupación. ‒ Por favor, debe ayudarme a que crean mi palabra.
‒ No puedo hacer nada por usted señor. ‒ Dijo con tono apacible. ‒ Como verá, soy un simple sirviente para con mi
amo. Sin embargo, puedo ofrecerle mi propia confianza en su relato.
Él se
acercó a mí y me dio su mano. Luego dijo:
‒ Mi nombre es Mateo. Aprendí varios idiomas
sirviendo a mi antiguo patrón. Él era mercader de gran número de artículos y
despensas, por lo que viajaba con sus caravanas por muchos lugares. Descubrió
mi talento para aprender diferentes lenguas y comenzó a usarme para traducir y
presentar sus productos a todo tipo de compradores. Lamentablemente, en una
ocasión, un enorme grupo de ladrones robaron una de sus caravanas más valiosas,
por lo que tuvo que vender muchas de sus posesiones; incluyéndome. Ahora mi
trabajo es guiar a los esclavos importados de otras tierras para que acaten las
ordenes con claridad. Así que es muy probable que nos veamos con frecuencia.
Miré
desconsoladamente al suelo, entendiendo la difícil situación en la cual me
encontraba. Le conté a Mateo que, al igual que él, yo también había viajado en
caravanas alrededor del mundo, pero como hombre libre. Penosamente, le conté a
cerca de mi fraude con las gemas falsas. A lo cual, me menciono que eso era un
“pecado” y una deshonra por la cual debería estar arrepentido.
‒ Claro que estoy
arrepentido. ‒ Le dije afligido. ‒
Pero dígame ¿qué significa esa
palabra que usted ha mencionado, ese tal pecado?
Él me
enseñó algunas cosas sobre la religión que profesaban los esclavos israelitas y
a la que él se había convertido. Se trataba de una deidad bondadosa y todo
poderosa. Comentó que, después de morir, el señor «como lo llamaban» le daría
el paso al mundo venidero. Donde pasarían la eternidad contemplando y gozando
de la gracia de “Dios.” Solamente si se era justo y se seguían sus leyes
podrían gozar de tal privilegio. En cambio, arremeter contra estas se considerará
pecado.
Mire a
Mateo con perplejidad. Pues esta religión era nueva y extraña para mí. En mi
mente, resultaba inconcebible pensar que todo lo que existe fuera obra de un
solo Dios, pero no dejaba de parecerme interesante.
Llegada
la noche, y tal como se había dicho, el guardia me llevó hacia la ciudad de
Egipto. Ahí fue cuando pude ver las grandes obras en todo su esplendor. Se
elevaban, sobre la arena, las viviendas de cientos de pobladores, mientras la
lumbre irradiaba desde dentro de algunas ventanas. En las cercanías, dos construcciones
sobresalían por su gran tamaño. Ya que estas eran tan altas como las palmeras y
ascendían en forma de pirámides con cuatro secciones de escalones gruesos. Sin
embargo, lo más impresionante sucedía detrás de aquellas estructuras. Pues se
iniciaba la base de la gran construcción que me habían contado. Mi fascinación
fue interrumpida por los tirones del hombre armado a mi costado. El cual me
llevo a cada vivienda cercana a la zona de mi encuentro, pero ningún egipcio me
reclamó como su esclavo. El guardia mando a llamar a Mateo para traducirme
algunas órdenes. Una vez presente, con los ojos adormilados y lagañosos,
comenzó a interpretar el mensaje:
‒Ningún poblador ha reclamado tu servicio. Esto da
credibilidad a tu historia. Pero, para saber tu destino, iremos al palacio
donde tendrás el honor de que sea el gran faraón el que te lo dicte.
Fuimos
de madruga al palacio. De nuevo, mi instinto de fascinación se despertó al ver
las grandiosas estructuras de muros y techos. Había jarrones decorados y
pintados. Los cuales tenían plantas que jamás había visto; con flores de
infinitos colores y tamaños. En algunas salas y pasillos, las paredes estaban
forradas con dibujos pequeños que se repetían y mesclaban. Todo era tan bello y
relucía como si fuera nuevo. Lo más impresionante de todo era la cámara del
faraón, pues estaba llena de gente bien vestida y mujeres hermosas. Los
sirvientes, que eran limpios y cordiales, traían manjares en radiantes charolas
y alimentaban a los gatos lampiños que reposaban en telas acolchadas. Había
gemas de todo tipo, muchas cosas hechas de oro y otros metales exóticos.
El
faraón era un hombre de voluminosa apariencia, calvo y de una tez más clara que
la de los demás egipcios. Sus ojos eran penetrantes, pues los rodeaba un tinte
negro que los asemejaba a los de los feroces tigres de la jungla. Su cabeza no
tenía cabello, pero brillaba con la tenue luz que entraba por las arqueadas
ventanas. Vestía con un lienzo blanco que cubría sus piernas hasta las
rodillas; amarrado a su cintura con cordones dorados. Tenía un collar lleno de
líneas doradas y negras que llegaba hasta la mitad de su pecho. En sus hombros
y muñecas tenía pulseras de oro y en su barbilla tenía una barba puntiaguda que
le daba una apariencia tan sobresaliente de los demás hombres.
El guardia y el Faraón comenzaron a hablar en
su rara lengua. Volteaban a verme, cada cierto tiempo, con preocupación. Cuando
terminaron, el guardia mando a llamar a otro hombre que, al igual que Mateo,
era un traductor; este me dijo:
‒ El faraón cree en tu palabra. Sin embargo, no
podemos dejarte ir. Pues sería imprudente liberar a un extranjero que ya ha
sido tratado como esclavo. Arriesgándonos a que tengas una posición de poder en
tu imperio y provocar una guerra. Espero entiendas nuestros motivos y que, lamentablemente,
serás un esclavo desde ahora. Pero complácete, porque tu amo será el gran faraón
Keops.
Tales
palabras me sobresaltaron y desanimaron. Pero comprendí rápidamente que yo nada
podía hacer ni protestar. Regresé, junto con el guardia, a las casas donde
dormían algunos obreros y sus esclavos. Me dirigí al mismo grupo donde se
encontraba mateo y al verlo le hice una pregunta que se me había ocurrido
durante mi estancia en el palacio.
‒ ¿Por
qué adoran y glorifican tanto a ese tal faraón? ‒ Pregunté con genuina curiosidad. ‒ En bastantes lugares en donde he estado tenían reyes,
sultanes y emperadores. Pero los pobladores de esos sitios los miraban con
envidia, con temor y hasta con odio. Sin embargo, he visto que a este
gobernante le ponen títulos divinos y de grandeza. Además de rendirle
admiración y regocijo.
‒ Los egipcios creen que él es el hombre más
cercano a Dios o, mejor dicho, una manifestación humana del poderoso Ra, a
quien le llaman el dios de la vida, el sol y los cielos.
‒ Suena bastante inverosímil. ‒ repliqué. ‒ Los dioses no
pueden andar con y como los mortales. Al menos a mi parecer.
‒ También lo he pensado. Pero puedo entender
porque lo creen. ¿A quién no le gustaría poder ver y escuchar a su dios en
persona y tan cerca de si?
Durante esa primera noche reflexione sobre lo que había aprendido a cerca de Dios, el faraón y los diferentes seres en los que todo el mundo cree. Al conocer tantas interpretaciones de lo que está más allá de nosotros, dude en mis antiguas creencias y credos. Pues yo siempre había tenido la idea de que las grandes maravillas que me habían cautivado no hubieran sido posibles sin ayuda divina. Creía que había una guía que inspiraba la fuerza y la inteligencia para concebirlas y construirlas. Quizá solo existía un ser, una deidad que lo dominaba todo y a la cual se le interpretaba de distintas maneras. Pensé entonces en Mateo y su “Señor” o en Ra. Tal vez ese ser o esa fuerza estaba dentro de algunos hombres en lugar de los infinitos cielos. Lo que me hizo pensar en el faraón. Podrían todos tener una parte de razón o quizá todos se equivocaban y en realidad nada era cierto. Pero, si así fuese, me partiría el alma saber que todo lo que había sufrido y perdido; toda esta repentina miseria que había aceptado como castigo; Todo eso habría sido sin razón alguna.
III.
En mis
primeras semanas como esclavo realicé una variedad de tareas. Lo primero que
hice fue llevar jarras de agua, provenientes del río Nilo, a los obreros que se
encontraban cerca de la construcción. Lo que hacían era regar el agua sobre la
arena para humedecerla y así pudieran jalar los trineos con más facilidad. Al
ser tan pequeñas las jarras, tenía que dar cientos de vueltas desde el río
hasta donde estuviera el egipcio obrero que las ocupara. La única ventaja que
teníamos yo y los demás los esclavos era que, al recoger agua del río, podíamos
refrescarnos un momento.
Al principio solía hacer tareas simples pero
demandantes como lo era acarrear agua y madera, con la que obreros más
inteligentes construían trineos y una enorme rampa que subía al siguiente nivel
de la pirámide. Como he mencionado antes, llegue a la obra cuando ya se había
colocado la primera base de piedras y para colocar la siguiente, construyeron
una rampa con decenas de troncos de palmera y madera de los diferentes árboles
que había a orillas del inconmensurable río.
El día
en el que tuve que jalar los inmensos bloques de piedra caliza, por primera vez,
fue el más agobiante. Desde el río llegaban balsas enormes con treinta o
cuarenta hombres que remaban arduamente. Esos navíos se construyeron solo para
llevar los gigantescos tabicones desde un lugar lejano hacia la cercanía de la
pirámide. Una vez llegaban a la orilla, las naves se anclaban a estacas de
madera enterradas profundamente en el suelo. Luego, se extendían seis tablones
desde la balsa hasta la arena, donde ya se habían colocado los trineos a ras de
suelo. Con ayuda de cincuenta hombres, unos empujando y otros jalando con seis
cuerdas, dejaban caer el gran bloque. Rodándolo por los tablones hasta llegar
al trineo. Una vez montado, los esclavos comenzábamos a jalarlo a través de la
arena ya humedecida. Al llegar a la construcción, los trineos no podían subir fácilmente
por la rampa pues las tablas solían atorarse con las astillas y las
protuberancias naturales de la madera. Para solucionarlo, los egipcios hicieron
un mecanismo muy ingenioso. Cada cierta distancia, encajaban delgadas y cortas
tablas a cada costado de la rampa y ambas sobresalían hacia arriba de la
pendiente. Después, colocaban un pedazo de tronco por cada par de salientes para
que éstos lo sostuvieran. Así cuando subían la piedra, tirando de ella, los
troncos rodaban y facilitaban el trabajo. Una vez en la parte superior, otros
obreros comenzaban a pulir las rocas usando cinceles y herramientas peculiares
hechas de hierro para darles un semblante más recto y cuadrado. Tal tarea le
llevaba cerca de tres días, pero eran tantas las personas que ayudaban, que
podían alisar cien piedras por día.
Fue
hasta la quinta semana que me subieron a un navío para remar. Nos embarcábamos
alrededor del mediodía, cuarenta hombres, veinte de un lado y veinte del otro.
Cada quien tenía un solo remo, tan largo como el ancho de la balsa, que
recargábamos en los costados. Los remantes que estaban en frente eran egipcios.
Ellos marcaban el ritmo y la forma en la que los demás teníamos que remar. Así
fue como navegamos contracorriente, por bastante tiempo a través del Nilo,
hasta llegar a un lugar donde había montañas encrespadas de roca desértica.
Apenas se divisaba tal sitio, se podía ver a centenares de hombres andando por
el lugar.
Navegamos
entres los riscos hasta llegar a una costa considerablemente plana. Una vez
ahí, otro cuantioso número de obreros ya nos esperaba con una roca
Semirrectangular, amarrada con seis cuerdas, sobre un trineo y halada por
cuarenta personas. Subirlas a los navíos resultaba ser una tarea más difícil
que bajarlos, pues cuando la gran piedra caía en la balsa, esta se hundía y se
separaba de la orilla. Para remediarlo, los egipcios optaron por escarbar una
parte de la playa. Dejando un hueco del tamaño aproximado de la embarcación.
Cuando los remadores acercaban la balsa lo suficiente a dicho socavón, los
obreros costeros lanzaban cuerdas para que, una vez amarrados los bordes,
acercaran y colocaran la nave en el lugar preciso. Ataban las cuerdas en los
arboles aledaños y entonces montaban la roca, girándola, sobre la balsa.
Tiempo
después, volví a subir a uno de los barcos, pero esta vez no sería para remar.
En esta ocasión, zarpamos más temprano; a horas de la madrugada. Llegamos al
sitio donde extraían las piedras y supe lo que eso significaba. Bajamos de la
balsa y en seguida nos otorgaron, a cada uno de los esclavos, unas cuñas
metálicas, largas y con las puntas aplanadas. Subimos los riscos por un camino
natural, el cual habían escogido los obreros egipcios para deslizar los
trineos, ya que no en cualquier lado se podían extraer las rocas.
Hace
tiempo los obreros encontraron una cordillera entre las montañas que se
extendía por cientos de metros y que tenía la facultad de estar completamente
hecha de piedra caliza. Fue de ese sitio donde escarbaron y obtuvieron las
primeras piedras para sus pirámides. Al momento de mi llegada, la técnica para
remover bloques ya había sido perfeccionada. Todo empezaba con uno de los
egipcios trazando una línea recta a través del suelo con un pedazo de madera carbonizada.
Nuestra labor como esclavos era golpear, con mazos de madera, nuestras cuñas de
metal sobre la marca negra repetidamente. Hora tras hora, golpeábamos en un
mismo sitio, alrededor de veinte personas mientras el sol nos abrazaba.
Llegaban puntos en los que mis brazos se entumían por el agotamiento, pero no
podía detenerme. Era increíble ver como después de varios minutos y centenares
de golpes constantes, la tierra comenzaba a agrietarse exactamente por donde se
había marcado la línea y, después de otros minutos, aquel pedazo de montaña se
desprendía y caía, haciendo un estruendo enorme como el de los relámpagos que
hacía temblar la tierra. Cuando vi tal hazaña por primera vez que anonadado. Si
en otra ocasión una persona me hubiese dicho que uno puñado de hombres podían
despedazar las montañas, utilizando solo las fuerzas de sus brazos, me habría
burlado de él y habría dicho que era algo sumamente imposible. Mire mis manos
incrédulo y asombrado. Jadeaba y sudaba de cansancio, pero mi cuerpo temblaba
de adrenalina. Me sentí como un ser poderoso, como un guerrero invencible y eso
me inspiraba a seguir trabajando.
Cuando
la gigantesca piedra caía teníamos que echarnos para atrás para no caer. Al
detenerse la roca, otros obreros se acercaban y comenzaban a destrozar los
costados de esta, dejando un bloque casi rectangular. Después se subía al
trineo y se llevaba al rio para su concerniente traslado. Una vez en la ciudad,
los bloques se transportaban hacia la construcción; en el proceso en el que ya
había participado.
En una
ocasión, después de algunos meses, vi a un grupo de hombres salir de un lugar
debajo de la pirámide. Sacaban tierra y rocas en cajones de madera. En ese
momento, yo tiraba de un bloque, por lo cual no logre saber el propósito de
aquellos obreros. Tiempo después, gracias a Mateo, pude enterarme de que era
una tumba para el faraón Keops. Toda la construcción era solamente para el
descanso eterno del soberano egipcio.
Cerca
de tres años habían pasado ya. Mi barba castaña y mi cabello habían crecido
bastante, tanto que me asemejaba a mi buen amigo Mateo, quien me había enseñado
el idioma egipcio para entender las ordenes de mis líderes. La pirámide había
alcanzado la tercera capa de bloques y la inclinación de la rampa era tanta que
tuvieron que posicionarla de costado a la edificación. Cada vez costaba más
trabajo subir las grandes rocas y los obreros trabajaban tanto como nosotros
sus sirvientes. Por suerte, las técnicas y procesos de construcción se habían
vuelto automáticas para entonces. Era asombroso ver como nuestros golpes se
sincronizaban, casi perfectamente, cuando escarbábamos las montañas; como
tirábamos de las cuerdas al mismo tiempo sin que nos dieran la orden; lo mismo
al remar. Las largas horas de trabajo se volvieron menos pesadas al pasar los
años y nosotros nos volvíamos más fuertes.
No me
había percatado antes de la magnitud de la construcción hasta pasados los diez
años. La altura de la obra ya superaba a cualquier otra construcción de Egipto
y quizá a cualquier otra en el mundo. Tenía ya treinta capas de bloques hechos
con miles de rocas que habíamos traído de la cantera una por una, día tras día,
a lo largo de los años y aun estábamos lejos de terminarla. En esa ocasión me
encontraba subiendo un bloque junto con otros esclavos. Una vez colocado en
donde lo pulirían, tome un breve descanso y mire hacia el horizonte. A mis pies
se encontraba el frenético compás de miles de hombres trabajando. Algunos
cientos arrastraban los trineos, otros regaban agua en la arena y otros tantos
cincelaban las rocas a mis espaldas. Del río llegaban decenas de barcas con
pesadas rocas y otras decenas se iban bacías hacia otro lugar donde más obreros
trabajaban sin parar. El polvo y el ruido incesante de gritos, golpes y remos
agitando el agua viciaban el aire de toda la construcción. Cada persona parecía
diminuta desde arriba, pero el conjunto de todos era descomunal. No había un
solo egipcio que no estuviera apoyando en la edificación. Era increíble ver a
tantos obreros coordinándose a la perfección. Mientras cada quien hacía una
tarea específica y simple, sin importarle lo que hiciera otro, desde arriba
pareciese que estuvieran conexos por una fuerza superior. Una fuerza que nos
movía a todos como un solo ser para formar la gran pirámide de Keops.
Los
años pasaban y el nivel de la pirámide subía cada vez más. Los obreros
trabajaban junto con nosotros sus sirvientes e incluso nos daban periodos de
descanso cada vez más largos. El faraón por su parte era muy considerado conmigo
y, al ser yo su esclavo, solía dejarme dormir en el palacio las veces en las
que el río subía por una temporada e inundaba el campamento de los esclavos.
Nunca me hizo falta baño ni alimento y a veces me obsequiaba las sobras de sus
manjares. Eso provocaba los celos de algunos obreros que, uno que otro, jamás
lo había visto de cerca. Comencé a pensar que mi destino no había sido tan
injusto, pues estaba siendo parte de una obra sin igual, inmensa y bella como
las que tanto amaba contemplar. De cierto modo eso llenaba mi corazón de
alegría y me motivaba a despertar, día con día, para dar mi mayor esfuerzo.
Pasados
diez y nueve años pusimos el ultimo boque. La pirámide se veía tan alta desde
su base que la última piedra parecía un grano de arena. Sin embargo, la obra no
se había dado por terminada, pues seguía recubrirla por completo con losa
blanca. Para conseguirla, los egipcios buscaron un lugar dentro de la cantera
donde las rocas fueran más blanquecinas y lisas. Una vez hallado, transportamos
de igual manera los pedazos de monte. Una vez cerca de la pirámide, se nos
pedía que rompiéramos la piedra con un corte en diagonal. Para eso, los obreros
enterraban las gruesas cuñas en el bloque trazando una diagonal, entonces los
esclavos rompíamos la piedra como ya sabíamos. Era mucho más difícil dar el
mazazo por encima de mi cabeza y la roca tardaba más en abrirse. Casi tanto
como lo que tardaba en desprenderse del risco. Pero yo no era el único que
sufría con aquellas piedras, pues los obreros tenían que pulirla con una
precisión exacta para que esta encajara entre dos niveles perfectamente de
arista a arista. Cada uno de esos bloques triangulares era una artesanía que
llevaba tanto tiempo y dedicación como una escultura. Se colocaron de arriba
abajo y conforme las iban colocando se desmantelaban las rampas. Estuvimos colocando
la loza durante otros ocho años más hasta que la construcción de dio por
acabada.
La
obra brillaba cual segundo sol. Resplandecía tanto que segaba la vista al
mirarla por largo tiempo. En algunos atardeceres, pintaba dos de sus lados
color fuego y su cumbre daba aviso de la mañana, antes de que siquiera se
ocultasen las estrellas. Por las noches de luna llena, su exaltante color
blanco la hacía sobresalir de la grisácea arena nocturna, como si fuera una
luna más a ras de nuestros pies. Había veces en las que no dormía en toda la
noche, simplemente para maravillarme. Viví siempre orgulloso de mi trabajo, del
que todos mis compañeros y yo habíamos realizado, pues éramos más grandes que los
reyes ricos, más fuertes que los valientes guerreros y nuestra hazaña sería
prueba de ello hasta el final de los tiempos. Estaba seguro de que, algún día, un
futuro descendiente miraría nuestra construcción con asombro y no creería jamás
que las manos de simples hombres pudieran haber edificado tal monumento; porque
ni yo podía creerlo.
IV.
Fui esclavo
del faraón Keops hasta el día de su muerte, cuando mi cabello y barba se habían
teñido de blanco y mi cuerpo, encorvado y desgastado. Durante todos estos años
me había convertido en su más ferviente servidor. Varios pobladores me
guardaban recelo por mi lugar a sus pies, pero otros me admiraban. Por esa
razón fui escogido por kefrén, su primogénito, para acompañar a mi amo a la
siguiente vida. Me dijo que tendría el honor de servirle en su tumba por toda
la eternidad. Al principio tuve miedo, como el que tienen todos los vivos a la
muerte, pero no podía hacer nada al respecto. Yo no creía en sus dioses ni en
sus dogmas, tampoco creía en la vida eterna; eso desde tiempo atrás. Pedí
permiso para despedirme de mis valerosos compañeros y me fue concedido. El
último con quien hable fue Mateo. Caminaba
ya cansado y pausado, cargando en su piel marchita unos trapos viejos. Me
sonreía ya sin dientes y con los ojos medio segados, pero siempre felices de
verme. Le comenté lo que me esperaba y le dije que tenía miedo. Él me respondió
con el buen ánimo que siempre tenía:
‒ Tranquilo
amigo. No hay nada en la muerte que sea malo. Además, ya estás muy viejo y tu
tiempo en esta tierra acabará más temprano que tarde. Tú mismo me has dicho que
no tienes fe en ninguna de las creencias que has conocido, ¿a qué le temes
realmente?
‒ Le temo al
castigo eterno. ‒ Conteste con melancolía. ‒ Aun tengo dudas sobre el más allá. Estafé a muchas
personas honradas en el pasado e insulté a los dioses a los que alguna vez
recé. Si me equivoco y las divinidades son reales, es posible que mi castigo
sea el tormento.
‒ No podrías estar
más equivocado mi querido amigo. ‒ Replico Mateo con
su avejentada voz. ‒ Cometiste errores en el pasado,
pero eres la prueba de que un hombre puede errar y luego redimirse. No he
conocido ser más servicial, entregado y alegre que tú. Te aseguro que vales más
que la gema más hermosa y te juro que la gracia de Dios te dará una oportunidad
en la nueva vida.
Tales
palabras me dejaron enmudecido. No pude hacer más que abrazar a mi viejo amigo
y maestro, me despedí de él como se debe y marché de vuelta al palacio.
Como
servidor del difunto Keops, estuve presente durante todos los rituales y
ceremonias previas a su entierro. La primera de todas consistió en sacar todos
los órganos pútridos de su cuerpo. En todo momento se le tenía respeto al
cadáver. Haciendo cada movimiento con delicadeza. Después, llenaban el torso
con hojas aromáticas y yerbas frescas, para luego envolver el cuerpo con telas
muy finas y ungüentos. Eso lo hacían para que su cuerpo mortal se conservara
por muchos años. Durante otro rito un sacerdote metía reliquias y objetos
sagrados dentro del sarcófago mientras rezaba a los dioses. Usaba una máscara
de Anubis, quien era un dios con cabeza de perro que guiaba a los muertos por
el inframundo según las creencias egipcias. Después de cerrar el dorado ataúd se
realizaba una reunión en la que se presentaba los hijos, las esposas, los
sirvientes y algunos sacerdotes. Se unían en rezos y adoración al dios Ra y
luego guardaban silencio por un corto tiempo.
Al
acabar los ritos, llevaban el sarcófago en una caravana de literas cargadas por
esclavos. Los pobladores traían obsequios para su difunto gobernante que los
guardias recibían y añadían a las literas para que el faraón los tuviera por
siempre dentro de su tumba.
Mientras
nos dirigíamos hacia la pirámide le pregunté al nuevo faraón si podía
concederme una última voluntad. Pedí que no me apuñalaran ni estrangularan al
momento de meterme en el ataúd. Le dije que prefería morir sofocado con mi
dignidad intacta. Al principio tuvo dudas e inseguridad, pero le sugerí que me
ataran de manos y piernas para no poder escapar y así fue como acepto. Llegamos
a las faldas del magnífico monumento. Frente a nosotros había unos escalones
que descendían hacia un túnel bajo las rocas. Nos introducimos junto con la
caravana y los demás guardias. Mientras caminábamos por el oscuro y angosto
túnel comencé a reflexionar sobre la muerte. Esta ya la había aceptado
espiritualmente. Aun así, no podía entender el pavor que sentía en todo mi
tembloroso cuerpo. Podía percibir el latir de mi corazón dentro de mi garganta,
como mi rostro se entumecía y mi respiración se agitaba. Sentía que mis piernas
se detenían cada cierto tiempo como si quisieran salir corriendo por si solas.
Llegamos
al centro exacto de la pirámide. Donde había una recamara bastante amplia. Esta
tenía varios orificios que conducían a ductos largos por los que entraba luz y
aire. Los muros estaban llenos de geográficos y el suelo tenia pequeños bloques
de piedra pulida. Comenzaron a meter las reliquias y los regalos del pueblo.
Después metieron el sarcófago con mucha delicadeza y lo postraron en medio de
la sala. Yo no fui de gran ayuda, pues ya era muy viejo y débil. Luego metieron
mi ataúd, de madera ennegrecida y corriente, y lo pusieron a mi lado mientras
yo seguía inspeccionando la peculiar recámara. Entonces volteé y vi el pesado
ataúd junto a mí. El miedo y la angustia volvieron de súbito. Pensar en la
inminente muerte lo más desagradable de toda mi vida, pero sonaba en lo más
profundo de mi conciencia las calmadas y sabias palabras del viejo Mateo. Me
convencí que tal día llegaría más temprano que tarde y así pude tranquilizarme
un poco.
Luego
de que acomodaran todo en su sitio me pidieron que me recostara dentro de mi
caja y me ataron con cuerdas gruesas. Dieron suficientes vueltas a las sogas
alrededor de mmi torso y piernas para cerciorarse de que no pudiera liberarme.
Después de eso, los guardias y sacerdotes se despidieron cordialmente de mí y
cerraron mi ataúd conmigo dentro.
Sofocado
en la oscuridad, la voz de Mateo resonó en mi mente. Recordé lo último que me
dijo: “vales más que la gema más hermosa”. Me resulta irónico que mi viaje haya
comenzado con un puñado de gemas falsas. Ahora estaba enterrado bajo una
colosal edificación bellísima y sin igual; digna de un soberano. Enterrado
junto a un hombre, tan divinal y respetado, como un igual; como un falso rey.
Una gema falsa que el tiempo sepultará en el desierto; perdida y olvidada para
siempre.
En
estos momentos espero la muerte, y quién sabe que me espere tras ese oscuro
umbral. Si la gracia de Dios, el resguardo de Anubis o la penumbra eterna. Solo
me queda esperar.
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